domingo, 16 de noviembre de 2014

Hasta siempre Maestro...

Poco más puedo añadir a todo lo que se ha dicho durante estos días sobre el Maestro Manzanares. Todo el toreo ha hablado. Y muy bien además. Los adjetivos se han desbordado y en ocasiones se han quedado cortos para describir lo que ha sido y lo que ha significado para la Fiesta el Maestro de Alicante. Pero de todo lo que se ha dicho, quizás yo me quedaría con lo que dijo sobre Josemari el también Maestro con mayúsculas don Paco Camino: “a Manzanares le sobró lo que a otros les faltó: torería”. Ahí queda eso. La elegancia, el empaque, el magisterio, la chulería torera, el saber estar, la seducción, el temple, la técnica...Todo eso lo tuvo a raudales, pero lo que más tuvo fue torería. Mucha torería. Dentro y fuera de la plaza. Yo, evidentemente, no voy a repetir aquí todo lo que ya se ha dicho. Simplemente y desde mi experiencia como aficionado, voy a homenajear al Maestro a mi manera, relatando dos hechos puntuales de mi vida en los que la presencia y la entrega de Josemari me impactaron sobremanera. Al lío pues. Hace muchos años ya -yo tenía como siete u ocho años tan sólo-, mi padre me llevó al hotel Los Llanos de Albacete a ver a su amigo Julio Robles. Ambos mantenían una muy buena relación desde que a mediados de los setenta habían hecho el Servicio Militar juntos en la Brigada Paracaidista. Aquella tarde toreaba Julio en Albacete y en el cartel estaba anunciado también José María Manzanares. Recuerdo perfectamente que cuando estábamos en el hall del hotel hablando con Julio llegó Josemari. Aquel hombre me impresionó. Si ya de por sí estaba impactado por la presencia de Julio Robles -otro pedazo de torero con una planta impresionante-, lo de Manzanares fue simplemente de caérseme la baba. Llegó, se paró unos segundos a saludar a Julio, este le presentó a mi padre y a mí y a continuación me hizo una carantoña cogiéndome cariñosamente de la nariz. Recuerdo perfectamente aquel pelo repeinado hacia atrás, aquel perfume caro, aquella figura firme, arrogante, derecha como una vela, elegante a más no poder. Aquellos andares al marcharse cargados de torería y elegancia. En ese mismo momento percibí que desprendía un áura que sólo desprenden unos pocos elegidos. Los privilegiados. Los tocados con la varita mágica de Dios. Los héroes de verdad. En aquel momento era ya Roblesista confeso, pero desde ese mismo instante me hice Manzanarista eterno. Aquel hombre me había seducido por completo. Unos años después, concretamente el 1 de mayo de 1992 en Sevilla, volvió a dejar una huella indeleble en aquella alma sensible y cristalina que era la mía. Aquella tarde de la Feria de Abril de Sevilla toreaban en La Maestranza el mismo José Maria Manzanares, Pedro Gutierrez Moya “El Niño de la Capea” y José Ortega Cano con toros de don Atanasio Fernández. El primer toro de aquella aciaga tarde, “Cabatisto” de nombre, con el número 27 y de 598 kg de peso, corneó mortalmente en el primer par de banderillas al peón de confianza de Manzanares, el gran banderillero valenciano Manolo Montoliú, que a pesar de ello y antes de ser cogido clavó un soberbio par de banderillas en toda la cara y en todo lo alto. Tras ser este llevado a la enfermería entre la confusión y la consternación de los allí presentes y haberse cambiado el tercio, Josemari cogió espada y muleta y se fue hacia el toro. Manzanares no sabía que su peón de confianza había entrado cadáver en la enfermería, pero el terrible pitón izquierdo del animal, ensangrentado hasta la cepa, le hizo temer lo peor. Y a pesar de ello, el Maestro se echó la muleta a la mano izquierda y le arrancó a aquel toro asesino tres naturales de ensueño. El público, atenazado y asustado en sus localidades por la tragedia que acababa de contemplar, estalló en varios olés cargados de emoción. El vestido azul pavo y oro que llevaba aquella tarde Josemari se fundió con el azul del cielo de Sevilla en su más ferviente primavera. El alma del malogrado Montoliú estaba subiendo en ese preciso momento hacia ese radiante cielo azul de Sevilla. Con aquel “Cabatisto”, Manzanares derrochó arte y mucho valor. Sobre todo valor. Don Filiberto Mira, célebre cronista de la época para la revista Aplausos, describió así la faena del torero de Alicante: “Manzanares -sabiendo el estado gravísimo, pero ignorando la defunción de su peón de confianza-, hizo una faena muy importante de torero valiente. Sí, en el toro que mató a Montoliú destacó aún más el valor que el arte de Manzanares. Estoqueó de pinchazo y corta.” Breves pero intensas las palabras de don Filiberto. Aquella tarde me marcó para toda la vida. No sólo por la muerte de Montoliú, sino también por el valor y los arrestos de un torero de época que se pasó por la barriga en varios naturales antológicos el pitón asesino de aquel marrajo manso y descastado. Y es que aquello fue una metáfora real de lo que ha sido Manzanares durante toda su carrera: valor, arte, arrojo, amor propio, personalidad, Maestro de Maestros... Cómo habrá sido que sin haber abierto nunca la Puerta del Príncipe de la Maestranza, Sevilla le tenía como suyo. Como su hijo más amado. Como uno de los toreros de su predilección a pesar de haber nacido a orillas del Mediterráneo. Cómo habrá sido que el día de su despedida de la afición de Sevilla en 2006, y sin haber cortado ni una oreja, los toreros que estaban presenciando la corrida se tiraron al ruedo y, enardecidos y en comunión con el público presente aquella tarde, le sacaron por La Puerta del Príncipe, aquella que nunca pudo conseguir en su dilatada carrera de torero. Aquella tarde el Maestro Manzanares no abrió aquella puerta. La reventó. La tiraron a patadas todos sus compañeros con él a hombros. Y como en los cuentos con final feliz, a la caída de aquella tarde agradable de mayo, en aquella Sevilla primaveral de olor a azahar, Manzanares contempló el Guadalquivir y Triana en el ocaso anaranjado de un día inolvidable. Aquella tarde el Maestro subió a los cielos en vida. Jamás otro torero había conseguido tal gesta antes. La profanación de aquella puerta estaba justificada por tanto y tan buen toreo a lo largo de los años. Toreo de grandeza a miuras, guardiolas, cebadas, cuadris, torrestrellas, murteiras, baltasares, samueles, santacolomas, victorinos... Porque hasta en eso Josemari fue grande. No se escondió nunca, como sí hacen ahora las figuras, de las ganaderías más encastadas. Vaya desde aquí el humilde homenaje de alguien al que enamoró siendo un niño y al que no dejó nunca de cautivar con su toreo y su portentosa personalidad. Por siempre y para siempre, eterno Manzanares. Vivan los toreros buenos...

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