miércoles, 24 de junio de 2015

Un mundo dentro de otro mundo...

Sé que ya pasó San Isidro y que todo lo que se diga de vueltas sobre la Feria vale poco porque sencillamente se ha dicho todo ya. No es mi intención cansarte con lo que has leído una y otra vez durante todos estos días. Y no lo voy a hacer porque voy a hablar de otra cosa. De algo más hondo, más espiritual si cabe. Y como ahora mismo es domingo por la tarde y los domingos por la tarde no me gustan porque me ponen triste y nostálgico -siquiera porque recuerdo mi época del colegio en la que un domingo era el anticipo de una semana larga, sacrificada y poco divertida-, pues me he puesto a reflexionar. Pero a reflexionar con la sensibilidad que te da un domingo por la tarde y no cualquier otro día. El caso es que cavilando, me he dado cuenta aún más si cabe de lo grande que es nuestra Fiesta. Me explico. Todos los años, cuando llega la Feria de San Isidro, me dejo caer tres o cuatro veces por la plaza de Las Ventas para ver en vivo y en directo algunas de las corridas del serial. Suelo hacerlo cuando el trabajo me lo permite, claro está, y como yo soy un tipo al que le gusta disfrutar de todo minuto a minuto, cojo mi coche y bien temprano me voy para los madriles. A eso de las diez de la mañana ya estoy allí para sacar mis entradas, una para la corrida y otra para el apartado. Hasta el comienzo de éste, tomo café y paseo por la plaza viendo el trajín de los fotogénicos turistas y observo los quehaceres de los pícaros e insistentes reventas. Me divierte, no lo puedo remediar. Tras el apartado cojo el metro, me voy al centro de la ciudad y me pierdo por sus callejuelas. A eso de las dos de la tarde como por allí y sobre las cinco y media me voy para la plaza de nuevo. Pero he aquí que durante esas horas desde que llego a Madrid hasta que empieza la corrida, el trajín y las prisas de una ciudad tan grande turban mi ánimo. Gente, gente y más gente. Tiendas, bares y más tiendas. Iphones, tablests, juventud desconectada del mundo y enchufada a una red que les aparta de este mundo. Pocos miran al frente y sí a una estúpida pantalla que les sorbe el seso cada vez con más virulencia. Chicos y chicas modernos, hombres y mujeres con maletines y raya diplomática. Despreocupación, humo de coches y de tabaco, autobuses que te arroyan, taxistas que van como rayos, pitidos de coches, insultos desde la ventanilla de un vehículo porque alguien ha osado adelantar y cruzarse muy rápido. Olor a perfumes caros. Chinos haciendo fotos. Más chinos haciendo fotos. Pero de repente todo cambia. Llego de nuevo a Las Ventas y lo que tengo delante deslumbra mi vista. El monumento tan brutal que se extiende delante de mí ya me hace cambiar el chip. Pero no. Aún no lo cambia del todo. Allí también hay prisas, gente bien vestida y personas que nunca serán lo que pretenden aparentar. Huele a puro. Se acerca la hora. Gin-tonics, saludos efusivos entre aficionados y más gin-tonics. La corrida va a empezar. Suenan clarines y timbales. Rompe el paseíllo. Sale el primer toro y algo sacude mi cuerpo: esto es otra cosa. Aquí ya no hay prisas. Aquí ya no hay mentiras. Sólo verdad. Sólo autenticidad. Es paradójico el cambio que puedo percibir en ese momento y que no llego a comprender. Unas horas antes he estado en un mundo y ahora estoy en otro. Aquí ya no hay prisas ni tecnologías que secan los cerebros. Aquí hay hombres que en mitad de una urbe cosmopolita y demasiado moderna que no quiere ni oír hablar de la muerte se van a jugar la vida de verdad. Sin trampa ni cartón. Sobre esa arena hay un animal mitológico que puede dar la gloria y el fracaso en unos minutos. Que te puede encumbrar o que te puede matar. Fuera de esa plaza sólo hay prisas, tecnología y egoísmo. Sobre la arena sólo hay verdad y muerte. El contraste imposible. Dos horas de autenticidad, de metáfora de una vida que por desgracia ya no tenemos y que un día fue nuestra. Dos horas de valores que nuestra sociedad perdió hace mucho tiempo y que ya nunca va a recuperar. Dos horas de terapia sobre la vida y su realidad. Sobre su gloria y su muerte. Sobre el sacrificio de alguien que está dispuesto a dejarse matar por un sueño. Fuera todos tienen sueños, pero nadie muere por ellos. La muerte no existe. Sólo hay ruidos, prisas y móviles buenos. Sólo hay fachada y pocos sentimientos. En pleno 2015 todavía quedan hombres con arrestos, hombres de verdad que nos dan una lección tarde tras tarde. Algo que no encontramos en las grandes tiendas ni en las calles del centro de una ciudad cuyo lema es "de aquí al cielo". Craso error. De Las Ventas al cielo, diría yo. La Tauromaquia es un ejercicio de vida, una escuela de la verdad. Algo de lo que rehúsan las nuevas generaciones porque simplemente no les cabe tanta autenticidad en sus cerebros petrificados por el Internet y las megas de descarga. El toro no entiende de esas cosas. El toro entiende de verdad y de valores eternos que ya sólo tienen y mantienen unos pocos. Las Ventas es un mundo auténtico dentro de otro mundo vulgar, rápido, egoísta y monótono. Lo peor de todo es que la gente seguirá mirando a sus pantallitas y seguirá sin darse cuenta de lo que pasa ahí dentro, en esa arena regada con la sangre de los hombres de verdad. No hay más ciego que el que no quiere ver.

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