miércoles, 27 de abril de 2016

Horizonte de cárdenos...

Hace unos días, hablando con un buen amigo y gran aficionado mucho más veterano que yo, me hizo reflexionar sobre algo en lo que nunca antes había reparado. Yo ya había oído hablar de eso alguna vez, pero no le había dado demasiada veracidad. Sin quererlo y, al insistirme que eso era totalmente verdad, mi cabeza echó a volar. Y voló. Ya te digo que voló...
Este buen aficionado me aseguró que cuando se produjo el boom del ladrillo hace unos años, muchos nuevos ricos quisieron hacerse ganaderos por puro hobby. Nada nuevo. Todos sabemos que así ocurrió. Estos empresarios adinerados evidentemente no aspiraban a ganar dinero con sus nuevas ganaderías porque tontos no eran y sabían de sobra que ganar dinero vendiendo toros es cosa de tres o cuatro privilegiados. Por tanto, ellos no buscaban dinero: buscaban prestigio y reconocimiento social, como casi siempre ha ocurrido cuando alguien ha comprado una punta de vacas y unos sementales.
De todos es sabido que estos nuevos ricos se fueron a comprar lo que ellos pensaban que era lo mejor: el encaste Domecq. Y Juan Pedro y sus muchos derivados hicieron el agosto durante varios años. Se vendió y se compró de todo, muchas veces animales de desecho que no servían al ganadero vendedor. De ese ansia por comprar y vender mal vino la devacle en el ruedo poco después. Toros hijos de vacas cuyo único destino debía ser el matadero y ahora estaban pariendo nuevas crías, acababan poco a poco con el cuadro. Y la nobleza extrema, la falta de bravura y casta y el aburrimiento afloraban en cada esquina. En definitiva, en las casas Domecq no había ni orden ni concierto y en las de los nuevos ricos tampoco.
Pero he aquí que muchos de estos neoadinerados, antes de ir a casa de los Domecq fueron a otro sitio. ¿Se imaginan dónde? Pues a casa de Victorino Martín. Ni más ni menos. Cuentan que las ofertas que muchos de ellos le hicieron a Victorino fueron mareantes. Grandes cantidades de dinero por animales que ni al propio ganadero de Galapagar le servían. Pero el ganadero dijo no. En su casa no se vendía ni un animal. La marca Victorino no se iba a extender. Algunos empresarios se enfadaron. Otros lo entendieron. Ninguno sabía realmente dónde estaba yendo, ni tampoco que hay cosas que no se pueden comprar por todo el oro del mundo. Porque Victorino hacía muchísimos años que no vendía ni una pajuela, excepción hecha de las que le regaló a su amigo el mejicano Pepe Chafik algunos años antes. Una muy especial excepción que, como dice el refrán, confirmó la regla.
¿Hizo bien Victorino en no vender? Para él evidentemente que sí. ¿Y para el aficionado? Pues depende. Yo pienso que de haber vendido ahora tendríamos muchas más ganaderías procedentes de lo suyo y muchas menos procedentes de Domecq, lo cual sería un buen aliciente para la Fiesta. No abundaría tanta ganadería sobrante como ocurre hoy en día. Pero por otro lado, nunca sabremos si las manos en las que hubiera caído lo derivado de Victorino hubieran sabido mantenerle el prestigio y la vitola de una ganadería mítica. Me queda esa duda. Quiero pensar que posiblemente alguno la habría sabido llevar y colocarla ahí arriba. El ejemplo de José Escolar -que aunque no le comprara directamente a Victorino lo que tiene procede de él-, ahí está. Nunca lo sabremos. Lo que sí sé es que un horizonte plagado de cárdenos hubiera sido mucho mejor para la Fiesta. O al menos para el gusto de muchos aficionados entre los cuales me cuento. Me queda el consuelo de aquel refrán que dice que lo bueno si breve -y yo añado- y e
scaso, dos veces bueno. O tres...

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