jueves, 31 de agosto de 2017

Hasta siempre, Maestro

Me resulta muy difícil hablar del Maestro en estos momentos. Se me pone un nudo en la garganta cada vez que lo recuerdo. No puede ser que se haya ido. No puede ser que se haya ido de esa manera. No puede ser que se haya ido tan pronto.
Qué puedo decir de él que no se sepa: nada. En este breve artículo no voy a hablar de lo que Dámaso ha sido en el toreo. No hace falta. Todo el mundo ya lo sabe. Tan sólo puedo decir que ha sido el mejor en dos aspectos de la tauromaquia que probablemente sean los más importantes: el valor y el temple. No ha habido un torero más valiente que él. No ha habido un torero que haya templado a los toros más que él. Y tampoco ha habido un torero que se haya arrimado más que él. Dámaso se sacó de la manga ese rinconcito entre los pitones. Ese lugar que nunca antes había pisado nadie y que a partir de él pisaron los que no tanto como él tuvieron el valor de hacerlo. Porque el Maestro se encontraba en ese lugar como el que está tomándose un café en la barra de un bar.
Me costó entrar en el damasismo. Tan sólo era un niño cuando el Maestro daba sus últimos coletazos como torero. Pero aún así tuve la suerte de poderle ver torear en varias ocasiones. La tarde del torazo de Samuel Flores en Madrid marcó un antes y un después en mi. Ese día tuve claro que aquel hombre tan pequeño era muy grande. Y ya nunca dejé de admirarle.
Pero si me admiró el Dámaso torero, aún me admiró todavía más el Dámaso persona. Un hombre sencillo, humilde, bondadoso. Al Maestro te lo podías encontrar cualquier día por las calles de Albacete con su todo terreno y en traje de faena. Casi siempre que le vi venía de trabajar en el campo. Él, que era una leyenda viva del Toreo, que lo había conseguido todo, que era torero de toreros, de repente te lo encontrabas con los pantalones y las botas llenos de barro de sudar en sus tierras como cualquier campesino más.
Tuve la enorme suerte de hablar con él en varias ocasiones. Hablaba con quien fuera. Y lo hacía templado. Te miraba con bondad. Con suavidad, como había tratado él a los toros toda su vida. La última vez que le vi fumaba un cigarro, su eterno cigarro, en la puerta de un restaurante. Sólo, a pesar de que alrededor había mucha gente. Y ahí estaba él. Apoyado en la pared fumando. La gente no se le acercaba por el enorme respeto que su sola presencia imponía. Minutos antes le había regalado mi primer libro y había conversado con él unos minutos. Me recordaba por un artículo muy bonito que años antes había escrito sobre él. Esa noche no soltó mi libro de sus manos ni un sólo minuto. Casi cuando terminaba aquel cigarro en la puerta de aquel restaurante llegué yo. Le miré y me miró. Le dije "hola Maestro" y él me dijo "hola José Antonio". Y añadió: "recuerda lo que te he dicho antes. Cuando me lea el libro te contaré qué me ha parecido". "Muchas gracias, Maestro", fue lo único que acerté a decir ante tal muestra de cariño. Y me dirigí hacia la puerta de entrada del restaurante. Él se quedó apurando su cigarrillo en la soledad de aquella esquina. Mirando al suelo, como ausente. Justo antes de entrar por la puerta miré para atrás y le vi con su vestido verde manzana y oro la tarde del toro de Samuel en Madrid. Aquella tarde, entre los pitones de aquel pavoroso toro también estuvo sólo. Sólo ante el griterío enfervorecido del público madrileño. Sólo ante los gritos de "torero, torero" cuando se dejaba llegar los dos puñales del toro al cuello. Sólo ante la muerte. En ese momento el maestro tiró su cigarro al suelo y lo pisó. Yo me giré y entré en el restaurante. Fue la última vez que le vi. La muerte, esa a la que tanto se había arrimado, esa que tantas veces había burlado con el péndulo de su muleta, le estaba esperando a la vuelta de la esquina para llevárselo para siempre.
Dámaso no ha necesitado morirse para ser mito. Para ser leyenda. Lo ha sido en vida. Lo ha sido como torero y como persona. Ahora ya es inmortal. Ya ha alcanzado la gloria eterna que se merecen los grandes toreros y las buenas personas. Hasta siempre, Maestro. Nos deja un vacío tremendo en el alma. Descanse eternamente. Se lo ha ganado con creces.

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