miércoles, 18 de octubre de 2017

Gracias Antonio

Hoy quiero hablar de Antonio Ferrera. Pero no del Ferrera torero. Quiero hablar del Ferrera persona. Del ser humano que lleva dentro. De su espíritu. De su sensibilidad. Y quiero ser bueno y breve. Como sus mejores faenas...

Y es que escuchar hablar últimamente a Antonio Ferrera se ha convertido para mí en un acto casi de fe. En algo místico. En algo que te transporta a otra forma de vida y que te hace ver que siempre hay algo más allá del sucio cemento que pisamos día a día. Que otra forma de sentir es posible. Que otra forma de ser es posible.
Esa pausa. Esa forma de hablar con el corazón. Con el alma. Esa forma de desgranar sus faenas y sus sensaciones delante de la cara de los toros con delicadeza, con pausa y temple. Esa misma delicadeza, pausa y temple que usa cuando coje los avíos y muestra su verdad ante la fiera.
Cuánto te hemos echado de menos estos casi dos años que ha durado tu ausencia Antonio. Cuánto hemos echado de menos esa forma de sentir. Esa sensibilidad. Esa que siempre fue un huracán pero que ahora ha vuelto más brisa que nunca. Y así estás toreando tarde tras tarde Antonio: con esa brisa. Con el alma desnuda de tu cuerpo. Con la delicadeza de tus muñecas sublimes.
Porque todo en ti es delicadeza Antonio. Porque todo en ti es seda. Porque no existe la brusquedad ni la violencia. Porque todo es temple y nana. En la palabra y en la plaza. Porque vives en un mundo aparte donde todos deberíamos vivir. Porque este mundo loco y abrupto es para los demás. Para los que no sienten. Para los que no se emocionan.
Gracias por volver como has vuelto Antonio. Gracias por volver así dentro y fuera de los ruedos Antonio. Por enseñarnos el camino a tantos que no acabamos de encontrarlo por más que nos empeñamos en buscarlo. Por regalarnos esa serenidad. Por regalarnos ese toreo. Ese que siempre ha sido eterno. Ese que no morirá nunca, como el alma de los que sienten puro...

viernes, 6 de octubre de 2017

El hombre de la sonrisa de oro

No recuerdo la plaza. Tampoco el año. Era un niño. Un niño con pocos años. Sí recuerdo que ya me gustaban los toros. De echo, y, aunque no había ido todavía a casi ninguna plaza de toros excepto la de mi pueblo, veía con pasión cada corrida que retransmitían por Televisión Española. Un día, de repente, aparecieron varios toros grises en una de aquellas corridas que veía con tanto entusiasmo. Y uno tras otro fueron captando mi atención de menos a más, como las buenas faenas. Sí que recuerdo que uno de los toreros de aquella tarde fue Francisco Ruiz Miguel, que por cierto estuvo sensacional con la corrida. Y me acuerdo de él y no de los otros dos toreros por la sencilla razón de que como he dicho, aparte de cuajar una gran tarde de toros, aquella cara y aquella forma de hablar del torero de San Fernando se quedaron grabadas en mi mente para los restos.
 
Como digo, toro tras toro de aquella lejana corrida, me hicieron clavarme a la silla y no levantarme ni para ir al baño. Aquella tarde, cuando acabó dicha corrida, me di cuenta de que algo había pasado. Algo distinto a lo que otras veces había pasado. Esa tarde no me había levantado ni una sola vez de la silla, cosa que en otras corridas sí hacía. Había sentido una emoción distinta a la habitual a mi tan corta edad. Había visto seis toros bravos. Había visto la emoción en los tendidos, las fuertes ovaciones a cada toro en el arrastre, la alegría en la cara de los que habían tenido la suerte de presenciar un espectáculo de tamaña importancia.
Recuerdo que en el transcurso de la corrida, de vez en cuando, las cámaras enfocaban a un señor bajito, con poco pelo y grandes orejas. Recuerdo también que llevaba una camisa a cuadros y una americana gris oscura. Fumaba un gran puro que poco a poco se iba consumiendo entre sus dedos. Y era curioso: cada vez que aparecía en la pantalla lo hacía riendo. Riendo de satisfacción. De alegría. Y en el fondo de esa risa sobresalían unas muelas de oro. Yo, como buen niño impresionable a esa edad, alucinaba cada vez que veía esas muelas de oro en aquel señor. "¿Cómo podía ser que un señor tuviera muelas de oro?" -recuerdo que pensé. "Ese señor tiene que ser muy pero que muy importante"-me repetía sin cesar. Y vaya si lo era. Esa misma noche supe quién era aquel hombre de tez ruda y campesina surcada por la dureza del trabajo al frío intenso y al calor despiadado: era ni más ni menos que Victorino Martín Andrés. Y lo era en la mejor etapa profesional de su vida.
Es por ello que hoy he querido relatar mi primer recuerdo de Victorino y de sus victorinos. Mis primeras emociones con los cárdenos. Aquella sonrisa de oro permanente en un hombre que se sabía triunfador en una vida llena de obstáculos y dureza. De niñez entre las bombas de una guerra cruel. De trabajo y más trabajo. De preocupaciones de sol a sol. Desde aquel día los victorinos ya nunca dejaron de emocionarme. Y daba igual: el bueno, el regular, el malo, la alimaña... De todos siempre había algo distinto a todo lo conocido. Algo que hacía y sigue haciendo afición en todo aquel que se deja llevar por las emociones.
Ayer Victorino nos dejó para siempre. Sin embargo, su recuerdo y su legado permanecerán eternamente, salvaguardados por un hijo que sin duda ha sido y es su mejor obra, por encima incluso de sus infinitos logros como ganadero. Descanse en paz, don Victorino. Yo le seguiré recordando con aquella sonrisa permanente en su rostro. Con aquella sonrisa de satisfacción por el trabajo bien hecho. Por la apuesta ganada. Por el triunfo de sus toros. Por el triunfo de la Fiesta. Yo siempre le seguiré recordando con aquella sonrisa de oro. Su sonrisa de oro.