miércoles, 18 de abril de 2018

El heredero

Es posible que por circunstancias que no vienen al caso no vaya a ser muy objetivo en este artículo. Me importa un carajo. Es lo que pienso. Es lo que siento y opino. Como tú tienes tu opinión sobre cualquier cosa que acontece en la vida. Sólo el tiempo será el que me de o me quite la razón. Y es que yo, que ya llevaba mucho tiempo intuyéndolo, desde el pasado miércoles lo comencé a tener claro. Muy claro. Por lo que aconteció en la plaza. Por lo que percibí en su ambiente, en el sentir de su gente. Esa sensación que no se ve pero que te envuelve y te da la certeza de que aquello que llevas tiempo pensado puede que se haga realidad. Y es que Sevilla definitivamente ha encontrado a su torero.

Pablo Aguado ha venido para quedarse. Ha llegado para tomar el relevo de ese genio de la Puebla que descuenta ya sus días para la retirada. Pablo Aguado ha llegado para llenar de sevillana torería una Fiesta que cada vez está más ayuna de ella. Para emocionar a los paladares más exquisitos, esos que tarde tras tarde se van de la plaza con un regusto amargo tras ver que el Toreo se parece cada día más a cualquier cosa menos al propio Toreo.
Es evidente que hoy en día estamos faltos de toreros especiales. Toreros que tengan algo distinto. De esos que te llevan a la plaza. De esos que llenan, como dicen los más entendidos. Estamos faltos de toreros que conjuguen en un mismo concepto buen toreo y torería. Sí: torería. Porque torear bien saben muchos, pero la torería no la tienen tantos. Me atrevería a decir que casi ninguno. Torería, gracia, sabor, elegancia. Llámenlo como quieran. Andar en torero. Entrar y salir de la cara del toro en torero. Saber utilizar ese toreo accesorio y de recursos tan bonito que siempre han tenido los toreros auténticos. Esa gracia que han desbordado por los poros de su piel muchos toreros míticos. Sobre todo los andaluces. Sobre todo los sevillanos.
Lo que hizo Pablo Aguado en sus dos toros el pasado miércoles en La Maestranza de Sevilla está al alcance de muy pocos. De unos pocos elegidos. Y más si cabe si tenemos en cuenta que sólo era su segunda corrida como matador de toros. Y es que el torero sevillano puso de acuerdo a todos a base de buen toreo. Toreo puro y lento. Muy lento. Templado. Muy templado. Y torería. Torería a raudales. En lo elemental y en lo accesorio. En el antes, el durante y el después. En el todo. Y desde el minuto uno se sintió. Se sintió en el aire de Sevilla. Se sintió en ese ambiente mágico e invisible de La Maestranza en las tardes en las que sucede algo realmente importante. Se sintió en cada persona que estabamos dentro de tan majestuoso y bello templo. En cada persona que estaba al otro lado del receptor de televisión. Se sintió que es él y no otro el torero que Sevilla lleva tiempo buscando. El torero que con una mijita de suerte puede ser el heredero de un sentir y de una forma muy clara de concebir el Toreo. El heredero de un Toreo artista y de un torero genial. El torero al que definitivamente el aficionado quiere convertir en el heredero. El heredero de Sevilla.

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